El nombre de las calles ; un lugar de la memoria
Diario Vasco, 26 de febrero de 2017
El debate sobre el nombre de las calles forma
parte de esa dermatitis social que agita a los países con falta de tradición
democrática, y participa de un movimiento más amplio que la exacerba por el
aumento del interés por todos los hechos de la vida cotidiana, eso que llamamos
mentalidades o la cultura popular, incluso, las esencias de la vida íntima, y
que interesa a la sociología moderna para analizarla con gran deleitación.
Hoy u otro día cualquiera, raras son las
personas que se toman la molestia de levantar la mirada sobre esas curiosas
placas que se adhieren braveando los tiempos en las fachadas, para descubrir el
nombre de las calles. En algunos lugares del
mundo, esa ubicación de calles se basa en meros números, pero, este enfoque no
se corresponde con la tradición europea. Entre nosotros, los nombres de las
calles van a aparecer como un instrumento identitario y político al que las
autoridades locales están unidas. Toponímicos que valorizan acontecimientos
fuertes elevados a referentes de su identidad nacional.
El aspecto utilitario de los nombres de las calles
es tan evidente, que se nos olvida a menudo hasta qué punto esas denominaciones
están cargadas de significado, para organizar no solamente el espacio social, sino
que cada vez, más a menudo, tienden a convertirse en el prisma de una renovada
estructuración del espacio memorial. Y, sin embargo, ¿sabemos cuántas historias
nos podrían narrar cada nombre de calle? ¿Cuantas peripecias habrán ocurrido antes
a ese nombre, para que al fin quede
colgado de un lugar (pedestal) del que después resultará siempre polémico bajarle?
Las dos guerras
mundiales fueron cataclismos que causaron heridas profundas en la población
tanto en medio rural, como en sus ciudades y su patrimonio arquitectónico
monumental, en la mayoría de los países europeos. En los que participaron en
ellas claro está. El problema es que España estuvo al margen de ellas, si se quiere,
y actúa como tal. En nuestro caso, el bando ganador de nuestras guerras fratricidas
estuvo dos siglos imponiendo los nombres a las calles del conjunto del
territorio nacional.
Sobre la memoria
histórica y lo que está pasando en España, relacionado con la aplicación de la
ley que suponía un plus de concordia al respecto, la socióloga Olivia
Muñoz-Rojas nos lo había dicho casi todo en su oportuno artículo de opinión “La
memoria en los monumentos” hace unos pocos meses, que podréis consultar en su ds
donde explica que a fin de cuentas “es más deseable concentrarse en sumar la memoria de los
vencidos a la de los vencedores, que aspirar a sustituir una por la otra”, retomando
lo que la historiadora alemana Gabi Dolff-Bonekämper acuñaba con el concepto de
Streitwert o valor de discordia de
los monumentos.
Pero, no nos hagamos ilusiones: los hombres jamás han
cesado de desear imponer su marca en su época. Después de los libros, los monumentos
y conmemoraciones, las paredes de nuestras calles van a ser pronto invadidas
por ideologías en competencia entre ellas.
Si los contemporáneos en el momento de la colocación
de la placa original, así como la primera generación siguiente fueron capaces de
asociar el contenido en el nombre de la calle muy rápidamente, esto ya es menos evidente en la mayoría de los casos de las generaciones
siguientes, que solo conservan de estos nombres sus atributos espaciales
prácticos.
¿El
nombre de una calle es un lugar de memoria? Lugar de memoria, expresión que designa, lugares heterogéneos
relacionados con acontecimientos excepcionales del pasado, que a menudo se
produjeron en un contexto traumático (como la guerra), y la comunidad ha optado
por mantener en la memoria. ¿En que se traduce esta expresión en el caso de
España?
O dicho
de otro modo ¿cómo los nombres de los lugares por donde transitamos todos los
días, hacen de nuestra sociedad un espacio de mayor tolerancia? Saber quién es más democrático entre Azaña, Sabino
Arana o Dolores Ibárruri, nunca llegaríamos a un acuerdo. ¿Puede una calle llamarse de manera alguna? ¿Si
lleva un nombre quién lo escoge? ¿Cómo se elige? ¿Qué lugar se les atribuye a los ciudadanos
en la elección? ¿Qué reflejan los debates sobre los nombres de las calles? Nuevamente,
como en casi todas las cuestiones democráticas, las soluciones son cuestiones
de formas, de procedimientos, de modalidades consensuadas.
Cada alternancia
en el gobierno no puede traer en su faltriquera un arreo de cambios de los
nombres de sus arterias urbanas. Deberíamos exigir mayorías muy cualificadas
para modificarlos, primero. Segundo, que cuando se quiera cambiar el nombre de una
calle, en el programa electoral del que lo quiere hacer este especificado cuál
de ellas con nombres y apellidos y por fin, que un nombre de calle debe
permanecer al menos tres generaciones sin ser alterado. Habría que prever más
cosas. El tema es ponerse de acuerdo en los protocolos, para desarmar
ideológicamente esta cuestión que termina alterando la convivencia.
Reglas
del juego del consenso donde, además, se debería en justicia abordar la
reducción del desequilibrio de género que se observa en esa gran enciclopedia y
libro de identidad en el que se ha convertido el repertorio callejero de
nuestras ciudades, donde se reserva un lugar privilegiado a los hombres, a
costa de dejar fuera a figuras femeninas de máximo interés recordatorio. Este
marcaje simbólico, a nadie se le escapa, contribuye en un supuesto y anónimo
callejeo al asentamiento de los estereotipos patriarcales más reaccionarios.
Por lo
que se ve, hay faena para largo.
José
Luis Gómez Llanos es sociólogo
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