lunes, 27 de febrero de 2017

EL NOMBRE DE LAS CALLES; UN LUGAR DE LA MEMORIA

El nombre de las calles ; un lugar de la memoria

Diario Vasco, 26 de febrero de 2017

El debate sobre el nombre de las calles forma parte de esa dermatitis social que agita a los países con falta de tradición democrática, y participa de un movimiento más amplio que la exacerba por el aumento del interés por todos los hechos de la vida cotidiana, eso que llamamos mentalidades o la cultura popular, incluso, las esencias de la vida íntima, y que interesa a la sociología moderna para analizarla con gran deleitación.
Hoy u otro día cualquiera, raras son las personas que se toman la molestia de levantar la mirada sobre esas curiosas placas que se adhieren braveando los tiempos en las fachadas, para descubrir el nombre de las calles. En algunos lugares del mundo, esa ubicación de calles se basa en meros números, pero, este enfoque no se corresponde con la tradición europea. Entre nosotros, los nombres de las calles van a aparecer como un instrumento identitario y político al que las autoridades locales están unidas. Toponímicos que valorizan acontecimientos fuertes elevados a referentes de su identidad nacional.

El aspecto utilitario de los nombres de las calles es tan evidente, que se nos olvida a menudo hasta qué punto esas denominaciones están cargadas de significado, para organizar no solamente el espacio social, sino que cada vez, más a menudo, tienden a convertirse en el prisma de una renovada estructuración del espacio memorial. Y, sin embargo, ¿sabemos cuántas historias nos podrían narrar cada nombre de calle? ¿Cuantas peripecias habrán ocurrido antes a ese nombre, para que  al fin quede colgado de un lugar (pedestal) del que después resultará siempre polémico bajarle?
Las dos guerras mundiales fueron cataclismos que causaron heridas profundas en la población tanto en medio rural, como en sus ciudades y su patrimonio arquitectónico monumental, en la mayoría de los países europeos. En los que participaron en ellas claro está. El problema es que España estuvo al margen de ellas, si se quiere, y actúa como tal. En nuestro caso, el bando ganador de nuestras guerras fratricidas estuvo dos siglos imponiendo los nombres a las calles del conjunto del territorio nacional.

Sobre la memoria histórica y lo que está pasando en España, relacionado con la aplicación de la ley que suponía un plus de concordia al respecto, la socióloga Olivia Muñoz-Rojas nos lo había dicho casi todo en su oportuno artículo de opinión “La memoria en los monumentos” hace unos pocos meses, que podréis consultar en su ds donde explica que a fin de cuentas “es más deseable concentrarse en sumar la memoria de los vencidos a la de los vencedores, que aspirar a sustituir una por la otra”, retomando lo que la historiadora alemana Gabi Dolff-Bonekämper acuñaba con el concepto de Streitwert o valor de discordia de los monumentos.

Pero, no nos hagamos ilusiones: los hombres jamás han cesado de desear imponer su marca en su época. Después de los libros, los monumentos y conmemoraciones, las paredes de nuestras calles van a ser pronto invadidas por ideologías en competencia entre ellas.  

Si los contemporáneos en el momento de la colocación de la placa original, así como la primera generación siguiente fueron capaces de asociar el contenido en el nombre de la calle muy rápidamente, esto ya es menos evidente  en la mayoría de los casos de las generaciones siguientes, que solo conservan de estos nombres sus atributos espaciales prácticos.
¿El nombre de una calle es un lugar de memoria? Lugar de memoria,   expresión que designa, lugares heterogéneos relacionados con acontecimientos excepcionales del pasado, que a menudo se produjeron en un contexto traumático (como la guerra), y la comunidad ha optado por mantener en la memoria. ¿En que se traduce esta expresión en el caso de España?
O dicho de otro modo ¿cómo los nombres de los lugares por donde transitamos todos los días, hacen de nuestra sociedad un espacio de mayor tolerancia?  Saber quién es más democrático entre Azaña, Sabino Arana o Dolores Ibárruri, nunca llegaríamos a un acuerdo. ¿Puede una calle llamarse de manera alguna? ¿Si lleva un nombre quién lo escoge? ¿Cómo se elige?   ¿Qué lugar se les atribuye a los ciudadanos en la elección? ¿Qué reflejan los debates sobre los nombres de las calles? Nuevamente, como en casi todas las cuestiones democráticas, las soluciones son cuestiones de formas, de procedimientos, de modalidades consensuadas.

Cada alternancia en el gobierno no puede traer en su faltriquera un arreo de cambios de los nombres de sus arterias urbanas. Deberíamos exigir mayorías muy cualificadas para modificarlos, primero. Segundo, que cuando se quiera cambiar el nombre de una calle, en el programa electoral del que lo quiere hacer este especificado cuál de ellas con nombres y apellidos y por fin, que un nombre de calle debe permanecer al menos tres generaciones sin ser alterado. Habría que prever más cosas. El tema es ponerse de acuerdo en los protocolos, para desarmar ideológicamente esta cuestión que termina alterando la convivencia.   
Reglas del juego del consenso donde, además, se debería en justicia abordar la reducción del desequilibrio de género que se observa en esa gran enciclopedia y libro de identidad en el que se ha convertido el repertorio callejero de nuestras ciudades, donde se reserva un lugar privilegiado a los hombres, a costa de dejar fuera a figuras femeninas de máximo interés recordatorio. Este marcaje simbólico, a nadie se le escapa, contribuye en un supuesto y anónimo callejeo al asentamiento de los estereotipos patriarcales más reaccionarios.
Por lo que se ve, hay faena para largo.

José Luis Gómez Llanos es sociólogo

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